Cerró los ojos. Y la oscuridad lo llenó todo.
El latido de mi corazón me decía que algo no iba bien. ¿Cómo estar tranquilo? Tantos sueños, tantas esperanzas que ahora se acababan de romper. Parece que fue ayer cuando salimos de Betania, con los ánimos fortalecidos. Habíamos ido a casa de Simón, el leproso; habíamos preparado todo. Subiríamos a Jerusalén acompañados de todos aquellos que habitaban la casa de los pobres, con todos aquellos que no podían entrar en el templo. Y haríamos la revolución. Pero no una revolución al estilo de lo que querían los celotas. La nuestra sería la revolución de la misericordia, de ese amor de Dios que nos invitaba a amar como él. Todo esto lo habían vivido con él, todo esto lo habían aprendido de él…
Ahora, mirando a esta cruz de madera, mirando su cuerpo sin vida, parece que la esperanza ha desaparecido. El siervo del Señor no había tenido éxito como decía el profeta Isaías. ¿Quién es realmente este que cuelga de ese palo? ¿Quién soy yo? Yo soy alguien que he soñado con él, que ha creído lo que decía, que se ha emocionado con su vida llena de pasión. Porque si algo podía decirse de su vida es que había sido una vida plena, apasionada… Pero, ¿y ahora? ¿Es esto necesario?
En este momento, de nada sirve lo que hemos vivido, lo que nos han dicho. Tanta gente que ha hablado de él. Hoy, aquí, ahora, estamos solos. Él y yo. Cara a cara. Y es aquí donde debo decidir si creo o no creo en su proyecto. Un proyecto que ha sido aplastado. ¿Era esto lo que querías? Tú que nos habías dicho que el mundo sería diferente, de los misericordiosos, de los que querían la paz, de los que lloraban… Y ahora, aquí me tienes, en medio de un valle de lágrimas, sin saber qué hacer.
Me cuesta mucho mirar su cuerpo. Ya antes de expirar su último aliento, necesité apartar su mirada. No podía aguantar esos ojos. En él estaban reflejadas tanta gente, tantas personas con las que nos detuvimos porque estaban fuera del camino… Aquellos que Mateo nos decía que ocupaban su lugar, que estaban donde lo encontraríamos a él. Pero ahora… Cuando andábamos juntos, cuando nos enviaba a los pueblos a hablar con la gente, en medio de los enfermos, de aquellos que la ley apartaba, nos acordábamos de él, de su mensaje y queríamos actuar como él. Pero ahora ya no está, ya no estás.
Intento levantar la vista. No puedo. Cierro los ojos y las imágenes llenan mi cuerpo. Niños que se ahogan en el mar, mujeres maltratadas y abusadas, personas que mueren de hambre… de hambre, hoy… Es insoportable. Su cuerpo sigue colgado. ¿Quién soy yo? ¿Tendré valor para descolgar estos cuerpos de las cruces? ¿Quién soy yo? Sólo delante de él puedo encontrarme.
¿En qué manos puedo poner mi vida? ¿Qué Dios la acogerá? ¿Qué vida quiero tener? Yo, que tanto le quería, que estaba dispuesto a todo por él. Y ahora no queda nada. Sólo la fe. Lo miro, te miro y puedo dejar de hablarte… ¿Es esto rogarte? Hay algo, algo más. En ese cuerpo atravesado por la lanza y la muerte hay algo más. ¿Es esa mi fe?